viernes, octubre 28, 2005

Unos vienen y otros se van.

De entre los que vienen, hay que destacar a mis padres y mi hermana, que se acercaron a hacerme una visita hace unos cuantos días (lo cierto es que lo que os voy a contar en el presente ladrillo no es de rabiosa actualidad, pero no he tenido tiempo/ganas de ponerme a escribir antes). Mi hermana tuvo la brillante idea de reservar la habitación por internet por su cuenta y riesgo, con previsibles resultados: fueron a parar a la otra punta de la ciudad, con el consiguiente engorro y gasto en taxis que ello supone. Para que os hagáis una idea, yo vivo cerca del East Cliff, y mi familia se alojó en un hotel situado en West Cliff Gardens (que, contra todo pronóstico, no es el nombre de unos jardines, sino de una calle).

Lo más destacado de su visita fue la pequeña escapada que hicimos hasta Londres, ciudad a la que llegamos en menos de tres horas de autobús. Pese a que apenas pasamos allí unas cuantas horas y a que no teníamos a nadie que nos hiciera de guía, pudimos estar en casi todos los puntos imprescindibles de la ciudad: Puente de la Torre de Londres, Parlamento y Big Ben, Buckhingham Palace, Abadía de Westminster, Picadilly, el Soho... Me impresionó especialmente el Parlamento, “ligeramente” más bonito que nuestras Cortes, a pesar de los leones.

Por lo demás, Bournemouth pareció gustarles bastante, aunque quedó bastante sorprendida por lo difícil que es cruzar las calles en esta ciudad, lo que da una idea de la credibilidad de la que gozo entre mis progenitores.

Sin embargo, más significativas para mi vida cotidiana han sido otras idas y venidas. Con el fin del verano muchos de los estudiantes que estaban por aquí han empezado a retornar a sus respectivos países de origen. Gracias a mis viajes coperos y foreros, ya tenía cierta experiencia en esto de las despedidas, pero en esta ocasión es distinto, ya que, mientras que hasta ahora siempre quedaba el consuelo de la cita anual (a la que espero no faltar en 2006) y de posibles viajes extracoperos, ahora sabes que muy probablemente estás diciendo adiós para siempre a personas con las que has compartido muy buenos ratos y con las que has entablado una buena relación.

Especialmente reseñables son las idas y venidas que se han producido recientemente en mi piso. Hemos cambiado a aproximadamente la mitad de la plantilla por el masivo retorno a casa producido entre los habitantes de la casa. Entre los que se van hay que mencionar a Andreas, los dos búlgaros -que tuvieron el detalle de dejarme la televisión que tenían en su cuarto que, pese a que se la encontraron junto a un cubo de la basura, está en mucho mejores condiciones que la que tenía anteriormente, gracias a lo cual ahora puedo cambiar de canal e incluso subir y bajar el volumen- y el italiano; entre los que vienen, mi nuevo compañero de habitación, un francés al que, parafraseando al Pancetero, se le va la almendra que te cagas. Por otro lado, tenemos a un brasileño cuyo nivel de inglés partía de 0 (si bien es cierto que mejora a pasos agigantados) y a una pareja de lesbianas portuguesas cuya presencia en el piso es más bien testimonial y casi fantasmagórica, pues no tienen interés alguno en relacionarse con el resto.

Digno de reseñar es el hecho de que, en la fiesta de despedida del italiano conseguimos un logro extraordinario: fuimos capaces de cosechar amenazas vecinales de llamar a la policía, como así nos lo hizo saber nuestro casero, cuya única reacción fue pedirnos que la próxima vez tuviéramos un poco más de cuidado. No quiero ni imaginar lo que habría pasado con los Thompson de caseros... Probablemente los vecinos no llevaron a cabo sus amenazas ya que la fiesta, aunque ruidosa (absurdamente ruidosa ya que parece bastante absurdo tener la música a toda pastilla cuando lo que estamos haciendo es un botellón -con vodka Asda, como si dijéramos vodka Supersol o vodka Carrefour- en el que la gente habla y no baila), no se prolongó en exceso, ya que la mayoría teníamos que trabajar la mañana siguiente. La mezcla de sueño y resaca no es una buena mezcla para afrontar la jornada de trabajo, os lo digo yo.

Sin embargo, lo más destacado de lo que ha venido ocurriendo en estos días en el piso es el apreciable recrudecimiento de las tensiones existentes entre nuestro amigo el de las notitas y el resto de los inquilinos, que empezó un día que mantenía una conversación a voz en grito con el dueño de la casa en el que, según la traducción del brasileño, se quejaba de nosotros, mentiras e insultos incluidos, con especial mención para la “puta española” y la “puta alemana”. Pero lo mejor de todo fue cuando un día desapareció una silla. No andamos precisamente sobrados de mobiliario lo que la pérdida del 33 por % de las sillas que tenemos no pasa precisamente desapercibida. Desde el primer momento, mi nuevo compañero de habitación mostró su convencimiento de que la silla se la había llevado Joe con la aviesa intención de dificultar que nos pudiéramos reunir en la cocina para hablar (tranquilamente, ¿eh?, que lo de la fiesta fue algo aislado). Un día que coincidí con él en la cocina, hecho cada vez más infrecuente, le pregunté si sabía algo de la silla que había desaparecido, obteniendo como respuesta que ésta se había roto, dando por lo tanto con sus huesos en el cubo de la basura. El hecho de que un par de días antes noté al sentarme que en una de las sillas las patas estaban un poco flojas junto a mi proverbial optimismo antropológico me llevó a creer su versión, en contraposición con el esceptisismo con el que Wissam, mi compañero, la acogió cuando se la transmití, principalmente porque no fuera no había ninguna silla. En esto que Joe debió dejarse la puerta de su habitación abierta en algún momento, permitiendo que Wissam y Ricardo (el brasileño) pudieran comprobar que la silla se hallaba en el pequeño jardín de que dispone Joe en su habitación. La reacción ante tamaña afrenta por parte del frente franco-brasileño fue, cuanto menos, expeditiva: esperaron a que Joe no se encontrase en el piso, saltaron la valla del jardín, entraron cogieron la silla y salieron tranquilamente por la puerta de su habitación; posteriormente subieron el preciado botín hasta nuestro cuarto de baño con la original intención de bajarla cada vez que fuera a ser utilizada; tras un par de días en esta dinámica comprendieron que su estrategia ocasionaba más incomodidades de las que pretendía solucionar, por lo que pasaron al Plan B: devolver la silla a su lugar original, pero no sin antes adherirle un pequeño ornamento en forma de notita en la que se podía leer: “Don´t touch my (our) chair, ok?”. Al día siguiente, la silla apareció junto al cubo de la basura con dos patas menos.

Por último, me gustaría comentar algo que vi por la tele y que llenará de regocijo a uno que yo me sé. En uno de los programas matutinos que ocupan la parrilla televisiva aquí y que, por cierto, dejan a la Campos y a Ana Rosa en auténticas paladines a la taza del buen gusto (en especial si lo comparamos con The Jeremy Kyle Show, un programa del estilo del Diario de Patricia pero a lo bestia; bastante cercano al Show de Jerry Springer, del que probablemente muchos hayáis oído hablar), llevaron como invitado nada más y nada menos que a... ¡¡¡Rick Astley!!! Resulta que el hombre ha vuelto a sacar disco después de no sé cuántos años. No sé si su música habrá evolucionado mucho pero, desde luego, en cuanto a su estilismo sí que ha mejorado ostensiblemente: ya no es pelirrojo y su corte de pelo es bastante más razonable, además de vestir con ropas de los dosmiles y no de los 80, con la espectacular mejora que ello supone para cualquier ser humano. Pero lo peor de todo es que en su momento me gustaba, hasta el punto de que en mi casa tengo todavía un disco suyo –en el que aparecía su célebre Never Gonna Give You Up aunque, ahora que lo pienso, ignoro si publicó alguno más- en formato de casette. Supongo que tendré que ir a confesarme al Show de Jeremy Kyle y así atravesar una catarsis purificadora de escarnio público en directo. Mientras sí mientras no, aprovecho para pedir disculpas por ello desde estas lineas.

Hablar de todo esto me ha hecho recordar lo deprimente que resulta en ocasiones hablar con mi compañera catalana de 18 años: cuando me dice que no conoce Humor Amarillo más que por los zappings, cuando le tengo que explicar que Espinete era un puercoespín que usaba pijama para dormir pese a que acostumbraba a pasearse desnudo por el barrio el resto del tiempo, cuando a la expresión perder más aceite que la furgoneta de Locomía (referida a un recepcionista de mi hotel que, digamos, no puede disimular su afición por las películas de gladiadores) me responde con un elocuente ¿y quién es Logomía?, me siento más viejo que el Vampiro ojeando las fichas de sus alumnas güenorras. Algo parecido a lo que me sucedió en cierta ocasión en la que me hallaba en el Bar Aguacate jugando a una maravillosa máquina recreativa que habían instalado en la que estaban disponibles algunos de los clásicos videojueguiles imprescindibles, cuando se acercaron un par de creciditos mozalbetes que se preguntaron qué juegos eran a los que estaba jugando. ¡Nada menos que con el Final Fight y con el Shinobi! ¿Cómo puede alguien no conocer esos juegos? Si deberían ser materia obligatoria en los colegios...

En fin, que me voy despidiendo, no sin antes solicitar un poquito de asesoramiento cinematográfico (tengo un ligero presentimiento acerca de la persona que me lo va a proporcionar): he visto un pequeño pack (lo que podríamos denominar un "Paquito") de deuvedeses con películas de los hermanos Coen que incluye Blood Simple, The Big Lebowski, The Hudsucker Proxy y Barton Fink. De las dos primeras ya tengo un juicio hecho (la primera muy bien, la segunda no está mal con un Turturro genial), pero no he visto las otras dos. ¿Me recomendáis que me haga con el Paquito? Por si a alguien le pica la curiosidad, son 20 libras.