viernes, abril 14, 2006

Nueva mudanza, nuevo freakie.

Algunos de vosotros ya lo sabéis, pero otros muchos probablemente no. Tras un largo tiempo en el que no he aparecido por éstos, mis dominios, creo que una nueva mudanza es una ocasión más que adecuada para mi vuelta.

Tras haber sido invitado a abandonar el piso en el que tuve el honor de compartir aventuras y desventuras con el entrañable Joe, me trasladé a otro de los pisos pertenecientes a mi ahora antiguo casero. Pese a que el precio seguía siendo bastante bueno, no tardé demasiado en hartarme del piso, fundamentalmente por dos razones: la ausencia de zonas comunes aparte de la cocina y el cuarto de baño -que, naturalmente, dejaban bastante que desear- obligaba a pasar la mayoría del tiempo en la habitación, al tiempo que imposibilitaba traer a nadie de visita; por otra parte, el resto de los habitantes de la casa no constituía una compañía especialmente agradable, al ser todos portugueses de hospitalidad inversamente proporcional y simpatía inversamente proporcional a su edad, provecta hasta el punto de convertir al Vampiro en un imberbe jovenzuelo (y todos sabemos que ni es lo uno ni muchísimo menos lo otro), con lo que os podéis hacer una idea de la gente tan divertida con la que me había tocado convivir.

Finalmente mi compañero de habitación y yo nos pusimos manos a la obra. Tras un breve periodo de recopilación de anuncios que ofertaban alojamiento, dimos con un piso bastante atractivo y con él nos quedamos. Se trata de una casa muy grande. Enorme. Consta de tres pisos, hallándose nuestra habitación en el segundo. Lo cierto es que tengo más mobiliario en el cuarto del que he tenido en mis tres pisos anteriores juntos: un sofá (lujo asiático del que no había gozado hasta ahora), un par de sillas (tres en mi primer piso, tres -de las que hubo que descontar una, como ya recordaréis- en el segundo, dos en el tercero) y una mesa (una en el segundo y tercer piso; ninguna en el primero). Por otra parte, contamos con dos cocinas-salas de estar, una en el tercer piso y otra en el primero. Y con esto llegamos al capítulo de los compañeros de piso:

El piso de abajo muestra un ambiente de lo más familiar, en el sentido estricto de la palabra: hay una familia completa -desconozco el lugar de procedencia aunque se trata de alguna república ex-soviética- viviendo allí y, si no me equivoco, todos ellos (tres adultos y dos niños) ocupan la misma habitación. Como quiera que suelen hacer vida en el cuarto de estar-cocina de la planta baja, desde un principio opté por utilizar el de arriba.

Y hete aquí que nos encontramos con otro de los entrañables freakies que hacen las delicias de mi adorado público: un paisano de Kaspars Kambala (jugador letón de baloncesto que en su día militó en el Real Madrid, para los no iniciados) al que pasamos a glosar:

Con los dientes como perlas (esto es, escasos) y una mirada desasosegante, su apariencia a primera vista deja ya una imagen un tanto peculiar. No obstante, no es su imagen lo que resulta más bizarro: este individuo no trabaja (os ahorro el trabajo de preguntarme de qué vive puesto que no tengo ni zorra) y no parece tener amigos, puesto que se pasa los días sentado en el cuarto de estar/cocina de la planta de arriba sin hacer nada. Ni siquiera se dedica a ver la televisión por deficiencias logísticas o, dicho de otra manera, porque arriba no hay tele. ¿A qué se dedica entonces el hombre cuando se encuentra allí? Pues en primer lugar a escuchar la radio; bueno, la verdad es que escuchar denota un grado de atención a lo que suena que no cuadra con lo que en este caso sucede. Por el contrario, el transistor (uno de estos radio-despertadores cutre-salchicheras) suena las 24 horas del día y, cuando nuestro amigo se halla junto a ella, suele trastear con el móvil, juguetear con su coche teledirigido tamaño familiar haciéndolo avanzar y retroceder alternativamente, mirar al techo y este tipo de cosas tan productivas.

Por lo tanto, cada vez que se me ocurría subir para lo que sea, me encontraba con uno de estos incómodos, tensos y desagradables silencios de los que había venido huyendo. Y es que, aparte de todo lo que he expuesto ya, uno no se da cuenta de lo freakie que es este hombre hasta que empieza a largar por esa boquita. No creáis que esto es sencillo, puesto que estamos hablando de una de estas personas que en la mayoría de las ocasiones no te devuelve el saludo que amablemente le has cursado tras atravesar la puerta o que, en el mejor de los casos, se limita a emitir un gruñido apenas inteligible enmarcado por una cara de pocos amigos que no invita a trabar conversación en modo alguno.

A pesar de todo, la incapacidad casi biológica de mi compañero de habitación para callarse, junto a su proverbial ausencia de inhibición o sentido del ridículo alguno, consiguió abrir el cascarón. A partir de ese momento comenzó el espectáculo: con todo lo que había costado hacerle hablar, nadie presagiaba que, una vez rotas las hostilidades, uno echara de menos la situación anterior a causa del torrente imparable de "conversación" con el que nos obsequia cuando le da por hablar; como era previsible, la inmensa mayoría de sus alocuciones dejan a sus interlocutores con una expresión de total incredulidad.

Como ejemplo, recuerdo una ocasión en la que mi compañero y yo entramos en "sus dominios" cuando nuestro protagonista se hallaba en plena conversación con un compatriota suyo; tras la aparente imposibilidad de ponerse de acuerdo, solicitaron nuestra opinión. El asunto era el siguiente: resulta que nuestro amigo se marcha en breve (a Chipre, nada menos) y no acertaba a calcular cuántas veces le tocaba pagar. Más de un listillo estará pensando que este asunto no tiene demasiado que discutir, puesto que bastaría con contar el número de semanas que ha residido en la casa para saber el número de veces que le tocaría pagar; pues estáis muy equivocados, que lo sepáis. Las cosas no son tan simples como aparentan. Nuestro protagonista afirmaba que, en total, iba a pasar ocho semanas en la casa y nos preguntaba que cuántas veces nos parecía a nosotros. Con un gesto de incredulidad en el rostro, repuse que ocho, respuesta ante la que nuestro amigo invitó a mi compañero a acercarse al estrado, representado en esta ocasión por una agenda. Mi compañero se dispuso a contar las semanas mientras que el letón acompañaba cada número con un gesto de asentimiento en plan: "si ya lo decía yo". Hasta que mi compañero pronunció la palabra "ocho". En ese momento, la expresión facial de nuestro amigo se tornó atónita al tiempo que un gruñido de incredulidad se escapaba de sus labios. Tras unos segundos de profunda reflexión, se le encendió una bombilla a escasos centímetros de su cabeza; acababa de dar con el argumento definitivo, el argumento con el que echar abajo nuestra falaz demagogia, según la cual a ocho semanas de residencia en una casa corresponden ocho pagas: se hizo con un ticket de un supermercado y con unas tijeras; pegó unos cuantos cortes con los que dividió el trozo de papel en ocho partes y nos preguntó con mirada desafiante"¿en cuántas partes está dividido el papelillo?" A lo que repusimos: "ocho". "¿Y cuántos cortes le he tenido que dar?" No nos quedó otro remedio que reconocer que siete y es que, ante argumentos de tanto peso, ¿qué se puede responder?