El orgullo de ser hormiguita.
Hace algún tiempo, cinco años para ser exactos, el programa con el que me despertaba dejó de emitirse. El dúo Corchopán, Gomaespuma para los no iniciados, abandonaba la radio matutina (nada que ver esto con ninguna marca de patatas fritas). Atrás quedaban cantidades industriales de Primicias Primiciosas, Supernoticiones-que-te-cagas, cánticos flamencos y demás chorradas con las que nos solían deleitar Juan Luis Cano y Guillermo Fesser (el gracioso y el apenao). Dicen que el hombre es un animal de costumbres, y tras haberme acostumbrado a este par de gansos, se hacía extraño confiarle mis madrugones a otro pedazo de carne con ojos.
Y el elegido era un tal Pablo Motos. En aquellos tiempos, Pablo Motos era un tipo bastante desconocido. No obstante, yo sabía quién era gracias a algún monólogo suyo en los primeros tiempos de El Club de la Comedia, programa del que era guionista. No me parecían malas referencias, así que me decidí a darle un voto de confianza, empujado también por la costumbre, esa fuerza irrefrenable, que me llevaba a programar el despertador de mi minicadena en M-80. Y hasta hoy.
No deja de ser especial el vínculo afectivo que se establece a través de la radio, diferente por completo al existente entre el televidente y el conductor de un programa. La radio es un medio más cercano, más íntimo, más propicio para que haya una relación más personal. Y a uno se le va creando poco a poco la sensación de que estas personas van formando parte de su vida.
Éste ha sido, sin duda, mi caso con No Somos Nadie. No en vano, me despertaba con Pablo Motos y su equipo, desayunaba con ellos, me comía los atascos camino de la universidad con ellos, hacía cola para mis análisis de sangre o esperaba para entrar en el médico con ellos, voy al trabajo con ellos. Y ahora se han ido. Cinco años después, No Somos Nadie se ha despedido de su audiencia, y uno no puede evitar sentir una cierta tristeza. Vale, sí, que se van a la tele, pero no creo que sea igual. La magia de la radio, creo que lo llaman. De hecho, el programa que ya echan por la tele no engancha tanto como por la radio pese a que básicamente hacen lo mismo (o puede que precisamente por eso, quién sabe), hasta el punto de haber empezado a granjearse declarados detractores, como es el caso de Hugo. Además, dudo mucho que este programa sea trasladable al día a día televisivo.
En fin, que hoy ando un poco nostálgico. Tantos kioskos, raps, pensamientos paralelos (y paralelas), momentos teniente, consultorios seximentales, monólogos, dudas existenciales, odios; tantas y tantas cosas tendrán que buscarse ahora un huequecito en mi memoria.
Termino con la sonrisa en la boca que siempre me deja uno de los grandes temas que compondría la banda sonora de este programa: Vampiresada.
Que vuestra sonrisa os acompañe siempre.
Hace algún tiempo, cinco años para ser exactos, el programa con el que me despertaba dejó de emitirse. El dúo Corchopán, Gomaespuma para los no iniciados, abandonaba la radio matutina (nada que ver esto con ninguna marca de patatas fritas). Atrás quedaban cantidades industriales de Primicias Primiciosas, Supernoticiones-que-te-cagas, cánticos flamencos y demás chorradas con las que nos solían deleitar Juan Luis Cano y Guillermo Fesser (el gracioso y el apenao). Dicen que el hombre es un animal de costumbres, y tras haberme acostumbrado a este par de gansos, se hacía extraño confiarle mis madrugones a otro pedazo de carne con ojos.
Y el elegido era un tal Pablo Motos. En aquellos tiempos, Pablo Motos era un tipo bastante desconocido. No obstante, yo sabía quién era gracias a algún monólogo suyo en los primeros tiempos de El Club de la Comedia, programa del que era guionista. No me parecían malas referencias, así que me decidí a darle un voto de confianza, empujado también por la costumbre, esa fuerza irrefrenable, que me llevaba a programar el despertador de mi minicadena en M-80. Y hasta hoy.
No deja de ser especial el vínculo afectivo que se establece a través de la radio, diferente por completo al existente entre el televidente y el conductor de un programa. La radio es un medio más cercano, más íntimo, más propicio para que haya una relación más personal. Y a uno se le va creando poco a poco la sensación de que estas personas van formando parte de su vida.
Éste ha sido, sin duda, mi caso con No Somos Nadie. No en vano, me despertaba con Pablo Motos y su equipo, desayunaba con ellos, me comía los atascos camino de la universidad con ellos, hacía cola para mis análisis de sangre o esperaba para entrar en el médico con ellos, voy al trabajo con ellos. Y ahora se han ido. Cinco años después, No Somos Nadie se ha despedido de su audiencia, y uno no puede evitar sentir una cierta tristeza. Vale, sí, que se van a la tele, pero no creo que sea igual. La magia de la radio, creo que lo llaman. De hecho, el programa que ya echan por la tele no engancha tanto como por la radio pese a que básicamente hacen lo mismo (o puede que precisamente por eso, quién sabe), hasta el punto de haber empezado a granjearse declarados detractores, como es el caso de Hugo. Además, dudo mucho que este programa sea trasladable al día a día televisivo.
En fin, que hoy ando un poco nostálgico. Tantos kioskos, raps, pensamientos paralelos (y paralelas), momentos teniente, consultorios seximentales, monólogos, dudas existenciales, odios; tantas y tantas cosas tendrán que buscarse ahora un huequecito en mi memoria.
Termino con la sonrisa en la boca que siempre me deja uno de los grandes temas que compondría la banda sonora de este programa: Vampiresada.
Que vuestra sonrisa os acompañe siempre.